Kathleen Fournier es una adolescente de 16 años que lleva una vida normal, con lo que estaba más que conforme.
Sin embargo, un día comienza a ver a un extraño chico de ojos ambarinos, a quien nadie más podía ver aparte de ella. Su peor error fue seguirlo; terminando en las profundidades del bosque.
Cuando por fin lo encuentra, se ve arrastrada a un mundo en donde la esperan dos cosas: ganar, o morir.

sábado, 11 de enero de 2014

Capítulo 1: El robo. (Renovado)

    

—Odio esta clase.—dijo antes de el final del horario escolar y el comienzo de las horas de castigo para quienes tenían uno— ¿Quién encuentra interesante cuándo Abraham Lincoln fue nombrado presidente de los Estados Unidos? Ni si quiera es de nuestro país. Podrían enseñar más de historia de este pueblo. No sé, hasta eso sería más entretenido.
Era normal en ella. Siempre se quejaba, pero Kathleen y Daniel no la escuchaban al cabo de un rato. Si llegaban a hacerlo, lo más probable es que terminen irritados. Mejor dejarla hablando sola.
Todos los alumnos saltaron de sus asientos en cuando se oyó el sonido de la campana salvadora. Comenzaron a guardar rápidamente los libros en sus respectivos bolsos para luego formar un montón en la puerta, obstruyendo el paso.
—Bueno, yo estoy de acuerdo—dijo Daniel, alzando la voz para que se escuche.
Esperaron a que la muchedumbre deje libre del salón de clases para poder salir. Ya en el pasillo, comenzaron a caminar hacia la puerta principal del edificio.
 A pesar de que el pueblo era pequeño y por lo tanto tenía una reducida población, la escuela era enorme. Por dentro tenía infinidad de salones a los que se entraba por puertas grises con ventanas de vidrio esmerilado, los suelos eran de mármol blanco y pulido, siempre en perfecto estado de limpieza, y junto a las paredes se alzaban impresionantes columnas que sostenían el alto techo. A Kath siempre le habían fascinado los pasillos de esa escuela, más no los salones, que eran completamente normales y aburridos.
—Siempre te quedas mirando como una tonta las columnas—rió alguien, sacándola de su admiración. Era Daniel.
Kath se encogió de hombros.
—Me gustan.
Llegaron afuera, abriendo la pesada puerta principal. Se sentaron al final de las escaleras de entrada, anchas y de escalones altos. Lilly se revolvió en su lugar, incómoda.
—Dime, estuviste un poco rara hoy. Como… melancólica.—frunció el rostro.
—Yo creo que estoy como siempre.—rió Kathleen.
Vislumbró algo por entre los árboles que daban comienzo al bosque, y su mirada permaneció allí.
—¿Vieron eso?—susurró.
Daniel alzó una ceja.
—¿Qué cosa?—dijeron ambos al unísono.
—Alguien o algo pasó por entre los arbustos de allí—señaló—, los que están donde comienza el bosque.
Dan sacudió la cabeza.
—¿Y? Debe ser uno de esos estúpidos creídos que buscan llamar la atención. Ya sabes, Alan y sus amigos.—hizo una mueca de disgusto—. No sé si recuerdan cuando les arrojaron harina y refrescos encima.
Lilly se revolvió nuevamente.
—Tardé años en quitarme el pegote del pelo y de la ropa.
Kath ya no los escuchaba. Se concentraba en un punto fijo, donde el viento susurraba los secretos de las hojas secas, para luego caerse. Se acercaba el otoño.
Como un suspiro, vio pasar nuevamente la silueta, que esta vez volteó y pudo ver por un instante su rostro. Ojos ambarinos fueron lo único que resaltaron, y una blanca piel que hasta de tan lejos parecía tersa y suave.
—¡Acaba de volver a pasar!—dijo levantándose.—¡Y no era Alan!
Alguno de sus dos—y únicos— amigos le puso la mano en el hombro.
—Solo olvídalo—suspiró Daniel—, vamos, te acompañaremos a casa. En serio que estás rara hoy.
Lilly se levantó al mismo tiempo que Kath, que se quedó con la mirada perdida en dirección al bosque. Lilly le tomó el brazo y la zarandeó, para luego llevarla a rastras hasta la vereda, de color gris y baldosas grandes.
—No era Alan—repitió—. No era nadie de la escuela.
No le respondieron, pero, al cabo de un rato, Lilly si lo hizo, ansiosa. Quería fingir que no le interesaba, pero se moría de la curiosidad.
—Bueno… Podemos ir unos segundos. La verdad que también me da curiosidad.—esbozó una sonrisa extraña.
Dan suspiró.
—Ustedes no tienen caso. Vamos.
Fueron medio trotando hasta el principio del bosque, con un repiqueteo de mocasines acompañándolos en cada paso. Al llegar, que la verdad no estaba lejos, Kathleen se adelantó efusivamente adentro. Las hojas secas crujían con un sonido que le encantaba cada vez que pisaba.
—No hay nadie—dijo Daniel—. ¿Estás segura de que viste a alguien entrar aquí?
—¡Sí! Tenía los ojos dorados.
Dan cerró los ojos.
—¿Pudiste ver un color de ojos a tanta distancia? Yo no llego a ver ni el poste de luz.—frunció el ceño y abrió los ojos, examinando los de Kath— Bueno, tus ojos siempre fueron extraños. Resaltan mucho, se pueden ver a bastante distancia. Quizás tengas muy buena vista, mejor que las de las personas… ¿normales, corrientes?
Kath hizo una mueca de desdén en dirección a Daniel.
—Soy una persona corriente, ¿sabes?
Lilly buscaba con la mirada, hasta rendirse.
—No hay nadie aquí. O se fue, o te lo imaginaste.
—No lo imaginé. Tenía la piel pálida y ojos dorados. Como un ámbar fuerte.—le dolía la cabeza, y cerró los ojos frunciendo el ceño.
Lilly le puso una mano en la frente.
—Tienes bastante fiebre—dijo—, deberíamos llevarte a casa ahora.
Kath suspiró, quizá demasiado fuerte. Odiaba que no la entiendan. Pero tal vez tenían razón, debía descansar, el día había sido muy pesado.
Comenzaron a caminar en dirección a la calle principal. Ya casi no pasaban autos. Bueno, nunca había mucho tráfico puesto a que era un pueblo bastante pequeño… y extraño. Los vecinos solían mirarte con desdén al ver pasar a la gente y parecían tener un desagrado por vivir. Kath se imaginó a su vecino, el señor Garrahan, con su típica mueca que no se corregía ni intentando sonreír. Bueno, claro, prácticamente él nunca lo hacía.
Rió ante el pensamiento y subió la mirada para contemplar por un segundo las nubes. El sol comenzaba a bajar, tiñendo el cielo de un color anaranjado, y un poco por encima de las nubes se alzaba un rosa tirando a violeta. La calle junto a la acera estaba mojada y tenía pequeños charcos de agua, esa mañana había llovido. Las calles no eran de asfalto, eran de arena, por lo tanto todas las mañanas pasaba un enorme camión que arreglaba las calles. Había algunas partes en el pueblo en las que las calles estaban hechas de asfalto, claro, pero la mayoría era arena mojada.
El pueblo era siempre gris durante otoño, invierno y primavera. En verano solía haber sol y un calor agradable, pero no había playas. Durante aquella época del año solían salir a comprar helados e ir al parque, o hacer campamentos en el bosque cercano, junto a un río de agua cristalina.
Estaba comenzando a lloviznar nuevamente, pero ya se encontraban a unos pocos metros de la casa de Kath. No era una casa grande, sino pequeña tirando a mediana, pero tenía dos pisos. La puerta de entrada era de madera y vidrios de colores. A la madrastra de Kath le gustaban. La casa en sí era de madera, pintada en distintos tonos de marrón claro, con alguna que otra ventana.
Kathleen tenía un hermano biológico y una hermanastra totalmente desagradable. Era la típica chica de la escuela adorada por todos y con amigas hipócritas y novios musculosos. Cuando Kath tenía un año de nacimiento, su madre falleció, por lo tanto solo la conoce por fotos. Nueve años después, cuando Kath tenía diez años, su padre se casó con una guapa mujer rubia de ojos celestes grisáceos. A Kathleen le agradaba, no era como las madrastras que ella se imaginaba de los dibujos animados, pero a su hermano, Mike, cuyo verdadero nombre es Mason, no le agradaba ni le agrada en absoluto. Al cabo de tres años, el padre de Kath desapareció sin dejar rastro. La policía lo ha buscado, pero no encontraban ni una pista. Desde entonces vive con su madrastra, su hermano y su hermanastra, Melanie.
—Muy bien, ya llegamos—dijo Daniel, corriendo junto a Lilly y Kath debajo del techo de la entrada para resguardarse de la lluvia.
Kathleen sacó sus llaves del bolsillo de la camisa del uniforme escolar y abrió la puerta, haciendo girar la llave dos veces. La puerta se abrió con una melodía de campanas de cristal que colgaban de la parte posterior de ella. Olivia, la madrastra de Kathleen, las colgaba allí como un amuleto de “buena suerte”. Era un poco rara, creía en ese tipo de cosas mágicas, o que las consideraba así, como los atrapasueños. Esos adornos de su madrastra eran los únicos que le gustaban a Kathleen, no creía en aquello de que atrapaban las pesadillas, pero le parecían especialmente hermosos. Olivia los solía hacer a mano.
—¿Mike, estás ahí?—preguntó en voz alta al no ver a nadie.
Sus ojos se dirigieron al aparador con adornos de vidrio. Encima de él se encontraba un papel perfectamente doblado. Lo desdobló y comenzó a leerlo, con sus dos amigos detrás suyo espiando. Estaba escrito con una letra preciosa, era de su hermano.
«Kathie:
Olivia y yo salimos a un viaje por dos semanas, te dejamos a cargo de la casa
Cuida bien de Melanie, ni se te ocurra dejar que organice una fiesta
No te preocupes por nosotros
Suerte y ¡lamento no haberte avisado antes!
Mike»
—Oh, no... ¡no ahora!
Imposible. ¿Cómo podrían haberse ido y dejarla sola con Melanie, y ni si quiera especificar a dónde se iban? La preocupación la consumía. ¿Y si les pasaba algo? ¿Por qué no decía en la carta a dónde iban? Y tendría que quedarse con Melanie. ¡Con Melanie, la dulce y compasiva Melanie!
—¿¡Te dejan la casa!?—exclamaron Lilly y Daniel al mismo tiempo.
—¡No me supliquen, no me gustan las fiestas! Además, no tengo amigos a parte de ustedes.—los miró riendo nerviosamente.
—No iba a decir eso…—dijo Lilly— ¿Pensaba en que nos podríamos quedar hablando aquí?—la miró con ojos de cordero, pero sonriendo al mismo tiempo.— ¡Vamos! Nos podemos quedar hasta tarde.
Daniel tomó una linterna pequeña que se encontraba al lado suyo, y la encendió.
—Podemos contar historias de terror.
Hizo una mueca y se dio vuelta los ojos. A Kath y a Lilly les dio una sensación de mareo.
—¡Oh no, no hagas eso con los ojos!—exclamó Lilly, divertida.
Daniel apagó la luz y las comenzó a perseguir a oscuras por toda la casa. Parecían tres niños. Tenía a Lilly enfrente suyo, ambos rodeando la mesa, que se interponía entre ellos. Prendió la luz y logró a atrapar a Lilly, que se puso, literalmente, roja.
Kath se dio la vuelta y soltó una carcajada.
—¿Tanto calor hace aquí dentro, Lilly? ¡Afuera hace menos un gra-!
Antes de que Kathleen termine de hablar y Lilly pudiera replicar, la puerta se abrió con un estrepitoso ruido. Todos se dieron la vuelta, sorprendidos. Melanie jamás abría la puerta de un golpe.
Un hombre se alzaba en la entrada, con el ceño fruncido. Adelantó dos pasos, amenazante.
—Quédense tranquilos, chicos. Pónganse contra la pared.
Kathleen dirigió su mirada horrorizada hacia abajo. Su corazón se aceleró aún más cuando vio el revólver que tenía en la mano.
«Esto no está pasando. Esto NO puede estar pasando.»
Miró a Lilly, que tenía la misma expresión que ella. Podían hablarse con la mirada.
—¡Contra la pared!—dijo el hombre, un poco más fuerte.
Los tres hicieron caso. La sensación era terrible. El corazón les latía muy fuerte y rápido, se les subía la temperatura del cuerpo. Miedo. Lilly lloraba, sin hacer ruido.
—¿Dónde están sus móviles?
—No tenemos.—dijo Kathleen, paralizada. Cada palabra de ese hombre parecía una cuchillada. Lo que decía era verdad; ella había perdido su móvil hace unas semanas, Daniel y Lilly no los llevaban consigo, o eso creía.
—¿Cómo que no tienen?—gritó con brusquedad¡Fabian, rápido! No llamen a nadie.
Otro hombre entró y cogió varios adornos de cristal de Olivia. Luego robó una computadora portátil y el televisor. Las llevó hacia afuera y las guardó rápidamente en un auto sin patente.
—Lilly, tranquilízate—susurró muy bajo Daniel, que parecía trastornado. En ese tono, los hombres no lo oían— ¿No ves lo nerviosos que están? Si fuesen terroristas ya nos habrían matado.
Sus palabras no habían sido demasiado “reconfortantes”. Lilly se desesperó aún más y las lágrimas que brotaban de sus ojos podrían haber llenado una fuente. Daniel se regañó a sí mismo y echó una mirada hacia atrás, sigiloso. Una mancha negra se asomaba corriendo hacia la casa. Era el perro del vecino, un Rottweiler enorme y salvaje, que se dirigía hacia la puerta gruñendo y ladrando. Mordió en la mano al otro hombre que tenía los cristales de Olivia, haciendo que caigan al suelo y se rompan con un ruido que podía fácilmente ensordecer oídos. El hombre con revólver apuntó al perro.
—¡Les mato al perro!
Daniel abrió los ojos como platos.
—El arma es de mentira, no es de verdad—reconoció Daniel en un susurro.—No nos pueden hacer nada. Lilly, ya no llores.
Kathleen estaba en completo shock. Tenía la expresión paralizada y Se sentía observada. Giró lentamente la cabeza hacia la ventana a su lado. Casi se ahoga con el propio aire.
Ese hombre. El mismo chico que juró ver en el bosque estaba parado al otro lado de la ventana. La miraba atentamente. Por alguna razón, verlo le daba una imperiosa necesidad de llorar. No sabía quién era, pero no parecía malo, a pesar de tener apariencia extraña. Le parecía… familiar.
Ella abrió la boca y en un susurro casi ininteligible dijo:
«Ayúdame»

Los ojos del hombre se tornaron instantáneamente blancos.



Gracias a Dios, terminé de renovar el primero. Es muy corto, lo sé y lo lamento, necesitaba subir =_=.